Reflexionemos

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Por Elizabeth Castro

26 March 2018

La Semana Santa siempre es una época perfecta para reflexionar. De cuando en cuando es necesario hacer un alto en el camino y pensar los aspectos a mejorar de cada uno. Pero dicha meditación no solo debe atender a nosotros como seres individuales, sino también al rol que jugamos en la sociedad. Una sociedad llena de rencor, odio, indiferencia y desigualdad. Una sociedad que está resquebrajada por culpa de nuestra incapacidad de reconocer al otro como ser humano con los mismos derechos.

Debemos tener dos cosas claras. No todas las personas pensamos igual y esto —siempre que respeten los derechos de los demás— no es algo malo; es parte de la diversidad de pensamiento propia de una sociedad libre. El problema es que en El Salvador esa diversidad parece declaración de guerra. No hemos hecho nada para desarrollar una discusión pública decente, donde se consideren todas las posturas y se intenten resolver los problemas del país que nos aquejan a todos. No existe una cultura de respeto a las opiniones y propuestas de los demás. Esto lo abonamos todos, desde nuestras actuaciones en nuestros hogares, redes sociales, lugares de trabajo, y llega a replicarse hasta la Asamblea Legislativa.

Y mientras seguimos enfrascados en los pleitos sin sentido hay muchas personas que sufren la falta de acuerdos y empatía. Llevándolo a otro nivel, para muchas personas estos pleitos se traducen en falta de medicinas, en escasos acuerdos para mejorar el sistema educativo, la seguridad, etc. Hay que estar conscientes de que la mayoría de la población en El Salvador tiene como prioridad la subsistencia diaria. Para estas personas la democracia puede ser un concepto irrelevante porque no les ayuda a comprar la comida o pagar las cuentas. Y quienes directamente pueden aportar algo para resolver los problemas no lo hacen.

Es por eso que resulta tan significativa la figura de Monseñor Óscar Arnulfo Romero para El Salvador. Su ánimo para ayudar a los más desprotegidos y su conciencia sobre la situación económica, social y política de la época le hizo ganar admiradores y detractores. Fue La Voz de los sin Voz. A pesar de la diversidad de sentimientos que Monseñor atrae, una cosa es innegable: sus palabras nunca se alejaron de aquello que Dios esperaría de todo buen cristiano. Y siguen vigentes. Como lo mencionó en la homilía en la misa exequial de Rutilio Grande: “La religión cristiana no es un sentido solamente horizontal, espiritualista, olvidándose de la miseria que lo rodea. Es un mirar a Dios, y desde Dios mirar al prójimo como hermano y sentir que todo lo que hiciéreis a uno de éstos a mí lo hicisteis”. Es un mensaje de empatía a la situación de todos los salvadoreños.

Significa que, nosotros, aquí y ahora, no podemos ser simples espectadores de la pobreza, la falta de oportunidades, la miseria y desesperanza que viven muchas personas en El Salvador. Hay que actuar. Con la noticia de la canonización de Monseñor Romero nos alegramos la mayoría de los salvadoreños, pues es un reconocimiento a quien en vida supo entender la palabra de Dios e intentó hacer conciencia que esto debía cumplirse para todos los salvadoreños. Pero alegrarnos con el reconocimiento de la Iglesia Católica no basta. Como sociedad debemos entender su mensaje y aplicarlo a nuestra realidad, pues resulta contradictorio profesar una vida de fe sin atender a las injusticias que vive el vecino, el compañero de trabajo, la persona que pide limosna en las calles, los distintos sectores en el país.

En las palabras del maestro Rafael Francisco Góchez, “para descubrir la riqueza de su palabra y entender la importancia de su mensaje lo que hace falta no es llamarse católico, sino tener la mente y el corazón orientados hacia la justicia”. Una justicia que debe tener como base la igualdad y el reconocimiento del otro como ser humano igual de valioso que nosotros mismos. Reflexionemos. Las nuevas generaciones de salvadoreños se merecen una oportunidad de vivir en un país mejor.

Columnista de

El Diario de Hoy