No es cuestión de fe

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Por Elizabeth Castro

09 March 2018

Es bien sabido que la concentración de poder y la ausencia de contrapesos en cualquier gobierno son receta ideal para generar no solo autoritarismo y corrupción, sino debilitamiento —hasta llegar incluso a la desaparición— de las instituciones del Estado.

Por otra parte, acabamos de ver cómo el total de votos nulos en la recién concluida elección de diputados creció en un 250 % con respecto a las votaciones del 2015; el partido en el gobierno obtuvo una drástica reducción del 44 % en el número de personas que votaron por sus propuestas para diputados; y también cómo el ausentismo de votantes aumentó en un 8 % con respecto al anterior sufragio para Asamblea Legislativa. Todo sumado podría interpretarse como que existe un descontento o disconformidad de los ciudadanos con los políticos en general, no solo contra un partido o modo de hacer gobierno en particular.

Una de las causas del malestar contra la clase política es, sin duda, esa especie de fe ciega que los electores parecemos tener en ella, mezclada con una memoria de cortísimo alcance, actitudes que nos habrían llevado una y otra vez a darles cheques en blanco tanto a los que salen elegidos, como a los que quedan en la oposición (que es también una forma de gobernar), y a no pedir rendición de cuentas ni exigir cumplimiento de promesas y obligaciones.

Demasiadas veces hemos visto políticos cobrando esos cheques en blanco en beneficio personal, tanto económicamente —en bienes y privilegios— como en cuotas de poder. Sin embargo, dadas las reacciones de algunos que no fueron elegidos, uno se pregunta si los que están instalados en la burbuja del gobierno son capaces de entender que la gente está hasta la coronilla de ellos y sus sinvergüenzadas.

Lo cierto es que lo está: lo ha demostrado en las urnas el pasado fin de semana. Estamos bastante cansados, y más que de la ineptitud (un político incapaz se sustituye por medio de las elecciones), quizá estamos saturados de corrupción.

En todo esto hay una lección para ganadores y perdedores de las elecciones: estamos hartos de gente a quien le dimos el beneficio de la duda, y terminó siendo procesada judicialmente por corrupción. No es posible culpar solo a las circunstancias: cultura de aprovecharse de los cargos, acumulación de poder en pocas manos, falta de controles, etc.: las personas tienen siempre responsabilidad de sus acciones y por ello no pedirles cuentas es, en cierto modo, avalar sus comportamientos.

No esperamos políticos sin pecado original… En el gobierno, como en cualquier actividad humana, todos nos movemos por beneficios. Sin embargo, en el servicio público, las decisiones, las actuaciones, las omisiones, no solo cambian las condiciones de vida del funcionario de turno, sino la de todos nosotros: para bien y para mal.

A partir de mayo, las conformaciones de la Asamblea Legislativa y la de muchos concejos serán diferentes. Habrá concentración de poder —en bastantes casos de signo contrario a la que había— por lo que ya no podemos ser ingenuos y seguir actuando como si solamente un partido político tuviera el monopolio de la corrupción; es importantísimo estar vigilantes para que funcionen las instituciones, los medios de comunicación, la iniciativa ciudadana.

Dadas esas condiciones, se entiende como imprescindible dejar de actuar por fe cuando se trata de los políticos, y empezar a exigirles resultados más por justicia que por esperanza. Los ciudadanos debemos dejar de tomar como garantizado que por el simple hecho de haberse postulado, o haber ganado las elecciones, los funcionarios saben hacer su trabajo.

En conclusión: paradójicamente, al dejar de ser cuestión de fe en los políticos o en el sistema, la actitud de los ciudadanos frente a los mandatarios y a los funcionarios públicos comenzará a ser lo que siempre debería haber sido: cuestión de política bien hecha.

Columnista de

El Diario de Hoy.

@carlosmayorare