El costo de la desesperanza

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Por Elizabeth Castro

16 February 2018

Hay cosas que van tan juntas que es muy difícil dilucidar cual es la causa y cuál es el efecto. ¿Qué va primero, la desesperanza o el fracaso de una sociedad? Es muy fácil pensar que la causa de la desesperanza es el fracaso porque va de una realidad concreta a una respuesta emotiva. Sin embargo, también es obvio que en una sociedad llena de desesperanza las cosas tienden a ir progresivamente mal porque nadie tiene la fuerza y el optimismo que son esenciales para invertir en el desarrollo de una sociedad. La desesperanza lleva al fracaso.

Esta relación la hemos conocido en El Salvador, en donde la desesperanza llevó a la fragmentación social, al odio y a la violencia, que a su vez llevaron a más desesperanza. En los Años Cincuenta y Sesenta el país tenía muchos problemas pero el futuro se veía brillante porque los salvadoreños se movían hacia su solución. Nuestra economía crecía más rápido que la del resto de Centro América, la productividad por trabajador agrícola del país era igual que las de Chile y Costa Rica, y la industria crecía y se diversificaba, hasta el punto de que teníamos empresas de primera línea, como la Texas Instruments, que daba muchos trabajos en la producción de chips de computadora. En esa época Singapur y otros países asiáticos estaban muy por debajo de nosotros.

El trabajo de zapa que llevó a la guerra y a la conversión del país de ser un ejemplo de éxito a ser ahora considerado un fracaso comenzó con lo que los antecesores del FMLN llamaban la creación de las circunstancias subjetivas para una revolución: convencer a la población de que está en una situación pésima, que dicha situación se debe a que el sistema ha fallado y que el único camino hacia el progreso es la revolución. En esos años la desesperanza se sembró con odios, hasta que la sociedad salvadoreña, que por mucho tiempo había sido unida y orgullosa de su nacionalidad, comenzó a percibirse como mala, y comenzó a fragmentarse y a deslizarse a la sangrienta guerra de los Ochenta. Ya cuando llegamos a la guerra, la desesperanza había destruido la posibilidad de crecer y de mejorar.

Ciertamente, al final de la guerra el país se movió hacia la democracia, pero atribuirle ese desarrollo positivo a la guerra es erróneo, por dos razones. Primero, la guerra terminó al mismo tiempo que cayó la Unión Soviética. La América Latina entera dejó los regímenes militares y se movió a la democracia. La mayoría de la región hizo esa transición sin haber pasado por una guerra como la nuestra. No fue la guerra, que solo tristezas dejó. Fue la caída de la Unión Soviética y el ambiente de resurgimiento democrático que acompañó su colapso. Segundo, los del FMLN, que siempre dijeron que luchaban por la democracia, han estado ya ocho años en el poder y en vez de promover la democracia han tratado por todos los medios de destruirla, mostrando así que su objetivo siempre fue tomar el poder absoluto del país para sí mismos.

En el proceso, desde que destruían puentes y otras obras de infraestructura del país hasta los años en los que han trabajado activamente en destruir las instituciones democráticas desde adentro, los del FMLN y sus aliados han seguido sembrando la desesperanza en el país por tres razones. Una, porque la desesperanza lleva al fracaso, y éste al conflicto, y éste al odio, y éste a la fragmentación social y política que es necesaria para poder instalar una tiranía como la que ellos desean instalar. Dos, porque la desesperanza también destruye a la economía, y esto debilita a los que pueden oponerse a esa tiranía. Tres, porque sus fracasos se ven menos negativos si la gente, especialmente la que no conoció otros tiempos, cree que el gobierno siempre fue tan malo como es ahora.

Ya suficiente de ese lavado de cerebro de que todo ha estado siempre mal. Terminemos con la idea de que estamos condenados al fracaso. Volvamos a tener fe en el futuro y salgamos adelante… los que no pueden son ellos… nosotros sí.

Máster en Economía

Northwestern University.

Columnista de El Diario de Hoy.