Estado y desigualdad

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Por Elizabeth Castro

03 February 2018

La desigualdad es connatural a la condición humana. Pero también lo es la igualdad. Me explico: la naturaleza compartida nos hace iguales en dignidad, pero no iguales en posibilidades de desarrollo personal. La diferencia la marca la libertad: la capacidad de autodirigirse a las propias metas, y de responder por las consecuencias de las actuaciones personales.

De la libertad se ha dicho mucho. Con frecuencia se le teme y se la niega abiertamente, o se habla de ella como si fuéramos, exclusivamente, libertad ilimitada. Ni lo uno ni lo otro: la negación de la libertad, o al menos su puesta bajo sospecha, por aquellos que luchan por la “igualdad” a toda costa, produce —paradójicamente— los mismos efectos que la afirmación de la incondicionalidad de la libertad: los dos planteamientos terminan en tiranías.

Por otra parte, ante la innegable mejora de las condiciones de la humanidad —de salud, económicas, de educación, de calidad de vida, etc.— a partir de la segunda mitad del siglo pasado, hay quienes niegan que haya habido un verdadero progreso, alegando que la riqueza (en sentido amplio) del género humano se ha distribuido erróneamente, generando una enorme desigualdad. Pierden de vista que si bien los ricos son ahora inmensamente más ricos, los pobres son ahora menos, muchos menos que antes.

Para quienes ven más la desigualdad que la riqueza generada, la solución parte de la negación de la libertad, y por lo mismo de invocar un Estado fuerte que “reparta” riqueza entre todos, de manera que se reduzca la brecha de la desigualdad. Pero esto es un error. Simplemente porque confunden desigualdad con injusticia.

Tal como escribe el premio Nobel Angus Deaton: “la desigualdad no es lo mismo que la injusticia; y, en mi opinión, es la segunda la que ha suscitado tanta agitación política en el mundo rico de hoy. Algunos de los procesos que generan desigualdad son ampliamente vistos como justos. Pero otros son profundamente y obviamente injustos y se han vuelto una fuente legítima de furia y descontento”.

Entonces, si el problema de fondo es la injusticia, no la desigualdad, ni —por extensión— la libertad, habrá que definir la justicia para comprender su negación. Clásicamente se entiende por justicia el ánimo constante de dar a las personas aquello que les corresponde; y, consecuentemente, la injusticia se hará presente cuando una persona no obtiene lo que por derecho es suyo, o cuando se apropia de lo ajeno.

Un Estado populista atenta profundamente contra la justicia, pues otorga a los ciudadanos bienes y riqueza que no les corresponden. Un Estado mercantilista es también injusto por definición, pues impide que todos los ciudadanos tengan las mismas oportunidades, y permite grupúsculos que controlan y se benefician con exclusividad de los bienes, por medio de privilegios y proteccionismos. En ambos casos es el Estado el que escoge ganadores y perdedores, marca la cancha y selecciona los jugadores: oficializa la injusticia como modus operandi en la sociedad.

El problema, por tanto, no es la libertad, sino su negación o exacerbación. Tanto daño hace una represión de Estado contra las libertades inherentes a la condición humana, como la concepción tan difundida de una libertad ilimitada, a la que es impensable pedir cuentas.

Entonces, el remedio contra la desigualdad no es darle más protagonismo al Estado, sino más bien lo contrario: cuanto más interviene, más desigualdad provoca; pero también, cuanto más ausente se encuentra en una sociedad, la brecha de la desigualdad provocada por injusticia se hace más y más amplia.

El papel del Estado tiene que ver por tanto, más que con la supresión de las desigualdades en general, con la garantía de igualdad de todos ante la ley, condición sine qua non de la justicia.

*Columnista de El Diario de Hoy.

@carlosmayorare