Morir de posverdad

Si las cosas siguen por esta línea, la ruta lleva a que la imposición de la posverdad por encima de la verdad mine de manera importante los medios de comunicación.

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Por Elizabeth Castro

05 January 2018

Estamos en una situación cultural, global, que obliga a un cierto consenso acerca de la necesidad de volver a poner la verdad en el lugar que le corresponde.

Las cosas están tan complicadas, que, el pasado veinte de diciembre, la Academia de la Lengua Española incluyó el término posverdad en su diccionario, porque, según explica su presidente, en la actualidad las categorías culturales están haciendo que lo real no sea algo ontológicamente sólido y unívoco, sino más bien una construcción de conciencia individual y colectiva.

Lo que no dijo, y cae por su peso, es que cuando se acepta la posverdad como una “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”, no se está descalificando la verdad, sino afirmándola en cuanto parámetro para deslindar lo que es real de lo que no lo es.

Es decir: no se trata de que ahora ya no hay verdad y de que todo es posverdad, sino de que se ha introducido en el modo de relacionarnos una manera que distorsiona lo real, lo manipula, y lo pone al servicio de intereses y sensibilidades; a la que, justamente, se llama posverdad.

A esto se refería hace unos días A.G. Sulzberger (flamante director del The New York Times), cuando escribía que “la desinformación está aumentando y la confianza en los medios cae a medida que las plataformas tecnológicas dan prioridad a los clics, los rumores y la propaganda antes que a la investigación real; los políticos manipulan para sacar ventaja alimentando las sospechas sobre la prensa. La creciente polarización amenaza incluso la suposición fundamental de verdades en común, las que mantienen unida a una sociedad en nuestros tiempos”.

Es decir, que la libertad de prensa está en riesgo. No solo por la influencia de los políticos, o de los corruptos que ven en los medios de comunicación un enemigo; pues no hay nada que teman más que la transparencia, y nada que prefieran más que la opacidad en la que pueden crecer y actuar impunemente; sino también por la sustitución de la veracidad por la popularidad digital (“clicks”, “likes”, “retuits”), los rumores, las noticias construidas (“fake news”), y la propaganda.

Hoy día, debido a la vulgarización de la comunicación por las redes sociales, el relativismo gnoseológico, y la influencia de los poderosos en las empresas mediáticas y la comunicación digital, el método de la propaganda ha dejado de ser el consabido “una mentira repetida mil veces termina siendo una verdad”, y se ha transformado en la evidente negación y manipulación a conveniencia de la realidad.

Un ejemplo reciente de contextualización y negación de hechos, y recurso a la posverdad, es la reacción de un importante personero de izquierda frente al señalamiento de la embajadora de los Estados Unidos sobre a la actitud antinorteamericana de grupos políticos; cuando dijo, primero, que la diplomática hizo esa afirmación porque “ahora son tiempos de campaña electoral, así que todo tipo de declaración debe de ser enmarcado en esto, estamos en campaña”, y luego, en segundo lugar, al desmarcar y desvincular cínicamente de las protestas antinorteamericanas a su instituto político.

Si las cosas siguen por esta línea, la ruta lleva a que la imposición de la posverdad por encima de la verdad mine de manera importante los medios de comunicación (cualquiera podrá creer lo que quiera, lo que le convenga, o lo que los poderosos dictaminen), y concluya por corromper las bases mismas de la sociedad: democracia, instituciones, estado de derecho, propiedad privada, derechos humanos, etc.

A fin de cuentas, la posverdad mata más que las balas porque elimina el núcleo mismo del ser humano: la libertad.

*Columnista de El Diario de Hoy.

@carlosmayorare