Donde todo comienza

Los ideales son como la sangre del alma, y por eso un hombre que carezca de ellos es pequeño, vulgar. Por el contrario, quien cuente con ellos y sea consecuente a lo largo de su vida, será tan grande, como lo sean sus ideales.

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Por Mirna Navarrete

29 December 2017

La vida de cada uno tendría que ser la cosecha de los ideales sembrados en los años de juventud. Vivir sería dar fruto, y no simplemente envejecer; porque vivir es apostar, es arriesgar ideales y propósitos, hacerlos realidad y forzarlos a dar todo de sí.

En la juventud y en la temprana madurez se forja lo que terminamos siendo: se acopian ideales, formación académica, primeras experiencias de vida, amores, compromisos… todo en diez o quince años. Y después, a vivir.

Algo de eso recoge Julien Green en un conocido fragmento de sus diarios (muy recomendables en una época en la que la prisa y el querer terminar pronto, quizá impiden leer cosas con sustancia): “Hete aquí, pues, cerca de los cuarenta y dos años… ¿Qué pensaría de ti el muchacho que eras a los dieciséis, si pudiera juzgarte? ¿Qué diría de eso que has llegado a ser? ¿Hubiera simplemente consentido en vivir para verse transformado así? ¿Acaso valía la pena? ¿Qué secretas esperanzas habrás decepcionado, de las que ni siquiera te acuerdas?

Sería extraordinariamente interesante, aunque triste, poder enfrentar estos dos, de los que uno prometía tanto y el otro ha cumplido tan poco. Me figuro al joven apostrofando al mayor sin indulgencia: - Me has engañado, me has robado. ¿Dónde están los sueños que te había confiado? ¿Qué has hecho con toda la riqueza que tan locamente puse en tus manos? Yo respondía de ti, había prometido por ti. Y has hecho bancarrota. Más me hubiera valido marcharme con todo lo que aún poseía, y que también has dilapidado…

¿Y qué diría el mayor para defenderse? Hablaría de experiencia adquirida, de ideas inútiles echadas por la borda, mostraría algunos libros, hablaría de su reputación, buscaría febrilmente en sus bolsillos, en los cajones de su mesa, para justificarse. Pero se defendería mal, y creo que se avergonzaría”.

Mañana termina 2017. El tiempo vuela, es verdad; y precisamente por eso de vez en cuando conviene detenerse y echar una mirada al camino recorrido. Vale la pena retomar los ideales de la juventud, esas grandes promesas que nos hicimos a nosotros mismos, cuando estábamos convencidos de que no solo nosotros, sino todo lo que nos rodeaba, era inmortal.

Los ideales son como la sangre del alma, y por eso un hombre que carezca de ellos es pequeño, vulgar. Por el contrario, quien cuente con ellos y sea consecuente a lo largo de su vida, será tan grande, como lo sean sus ideales.

Los sueños no son exclusivos de la juventud, como tampoco la mediocridad y la esperanza son prerrogativa de la vida madura. Siempre estamos a tiempo de soñar, siempre estamos a tiempo de echar por la borda el fracaso, siempre estamos a tiempo –y no hay que esperar el cambio de año, los propósitos de las uvas, o lo que sea- para comprender que tenemos en las manos las riendas de nuestra vida.

“Este mundo exige las cualidades de la juventud: que no es sólo un tiempo de vida… es un estado de ánimo, un genio de la voluntad, una cualidad de la imaginación, un predominio de valor sobre la timidez, del apetito por la aventura sobre la vida de la facilidad”, escribió un estadista. Una idea que sin importar cuándo se cite, es perennemente luminosa y certera.

Vivimos tiempos difíciles. Sin embargo, con valentía uno puede preguntarse ¿cuándo no lo han sido? Hoy, ahora, es buen tiempo también para renovar la esperanza, el optimismo, la confianza en Dios, y la seguridad en uno mismo.

La esperanza –el sueño del hombre despierto, como la definió Aristóteles- contrariamente a lo que se repite frecuentemente, no es lo último que se pierde, sino, más bien, donde todo empieza.

 

*Columnista de El Diario de Hoy.

@carlosmayorare