Los otros

Lo que nos está pasando es grave. Se tiene la libertad de ayudar o no económicamente a alguien que lo pida, pero no el de reírse de su problema o insultarlo. Se puede tener temor pero no al grado de la parálisis.

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Por Elizabeth Castro

01 December 2017

La pasada semana el historiador salvadoreño Carlos Cañas Dinarte, radicado actualmente en España, solicitó ayuda económica para tratarse un grave problema circulatorio, tratamiento delicado y costoso. Calculó que si un buen número de sus miles de seguidores contribuía con un dólar podría realizarse el tratamiento en aquel país, por cierto muy avanzado en tecnología médica.

Los comentarios no se hicieron esperar, pero fueron muy diferentes a los que uno hubiese esperado cuando se entera de un compatriota en necesidad. Le llamaron farsante, obeso, aprovechado. Le dijeron que se regresara a El Salvador, que de algo tenía que morir, que se las arreglara como pudiera. Hubo solo unos pocos que mostraban solidaridad y le daban ánimos. No conozco personalmente al señor Cañas; escuché alguna que otra vez sus relatos históricos, sus reseñas sobre la época de la Independencia y me pareció muy bien informado. Pero no solo por ser un buen historiador hay apoyarlo o al menos mostrarle respeto, sino porque es una persona que atraviesa una situación difícil, porque es un salvadoreño que solicita ayuda a otros salvadoreños.

Unos días antes o unos días después, no recuerdo, escuché lo que contaba un locutor de una conocida radio. Un salvadoreño que reside en los Estados Unidos estaba en el país de visita. Salió de la casa y comenzó a caminar a la orilla de la calle. Como estaba obscuro y no conocía bien la zona, cayó accidentalmente en un tragante y quedó atrapado. Gritó por mucho tiempo por ayuda y observó que las personas que pasaban solo se le quedaban viendo y seguían su camino. El locutor y narrador del suceso se bajó de su carro y lo sacó y fue por él que se supo quién era y lo que le había pasado. Entiendo que los que pasaron sin hacer nada probablemente pensaron que podía tratarse de una trampa —en un país con alta delincuencia eso puede pasar— pero al menos pudieron dar aviso a la Policía. Ante la duda hacer por lo menos algo.

Estos dos casos que describo nos dejan ver una triste realidad, que nos hemos vuelto indiferentes ante las necesidades o problemas de otros. Se ha perdido el sentido de la solidaridad, y se desconfía de todos.

El grado de civilidad de una nación está, entre otras cosas, determinado por el interés y reconocimiento de los derechos y necesidades de los demás. En palabras más clásicas, por el amor al prójimo. Lastimosamente los salvadoreños hemos ido perdiendo eso, y digo que lo hemos ido perdiendo porque no siempre fue así. Recuerdo que años atrás solo bastaban unos segundos para que, con un carro que se había quedado, llegaran al menos seis personas a empujarlo. Lo que nos está pasando es grave. Se tiene la libertad de ayudar o no económicamente a alguien que lo pida, pero no el de reírse de su problema o insultarlo. Se puede tener temor pero no al grado de la parálisis.

Hay, después de todo, esperanza de recuperar los valores y el sentido de solidaridad que siempre nos caracterizó. Todavía hay señales de que ahí están, como lo demuestran los mensajes de aliento a nuestro compatriota o el locutor que tuvo la valentía de arriesgarse y ayudar al desconocido.

No podemos vivir como islas, nos necesitamos mutuamente. Tarde o temprano nos llegará el momento en que seremos nosotros los que requeriremos ayuda. Y qué bueno sería que la encontráramos.

*Médico psiquiatra.

Columnista de El Diario de Hoy.