Aguas turbias

Una sociedad que tiene una concepción tan burda de lo sexual, tan reduccionista de la dignidad personal, es un verdadero caldo de cultivo para las agresiones sexuales.

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Por Elizabeth Castro

17 November 2017

Después de semanas de ruido, indignación y testimonios, ya no se trata solo del caso de Harvey Weinstein, ni de Hollywood, ni de los ambientes laborales de todo tipo en los que se acosa a mujeres, ni de la tristísima realidad de los abusos sordos que María Luz Nóchez y Laura Aguirre destapan y denuncian en su premiado artículo “Un paraíso para los violadores de menores”… Nos estamos enfrentando a algo grande, grave y muy serio.

Los artículos periodísticos, que desataron la tormenta Weinstein, y el de El Faro (que si no hubiera recibido el premio internacional quizá hubiera pasado inadvertido) tienen en común mostrar que las conductas sexualmente abusadoras no son secretas. Son conocidas en los lugares de trabajo, en el seno de las familias, en centros de estudio, en los tribunales, etc. Sin embargo, todo cambia cuando alguien se atreve a denunciar.

En el medio periodístico norteamericano se denuncia, principalmente, abusos en personas adultas, mientras que El Faro pone la lupa en acciones que son abiertamente delictivas. Las segundas deben ser tratadas como lo que son: crímenes, delitos.

En el caso de abusos de mujeres adultas, la cultura dominante pone el límite en una zona de mínimos: en el consentimiento, como si todo estuviera justificado porque la víctima pliega su voluntad a la del acosador. Sin embargo, el consentimiento se modifica sustancialmente cuando quien abusa está en una situación real de poder: Weinstein es el tipo de persona que podía truncar o lanzar una carrera cinematográfica, sumándose a la tristemente larga lista de empleadores, jefes, padrastros, etc., que utilizan su posición para hostigar y atropellar.

Es decir, que si una persona con cualquier tipo de dependencia otorga su “consentimiento” a propuestas sexuales por miedo o presión, ese asentimiento constituye un abuso en sí mismo. La sexualidad no es ni moneda de cambio ni asunto que pueda “negociarse”; cuando se trata así, se desvirtúa no solo la integridad moral o física de quien es abusado, sino la persona misma.

Poner la frontera en el consentimiento es ponerla demasiado cerca del núcleo íntimo, ese que si se manosea se afecta para siempre a la persona.

¿Cómo hemos llegado a esto? Quizá guiados por la obsesión de eliminar cualquier consecuencia humana y trascendente asociada con la sexualidad —sentimientos, maternidad, respeto por uno mismo, compromiso— se ha terminado por forjar una cultura en la que las personas se acostumbraron a buscar el sexo con el menor compromiso posible, en un ambiente en el que el sexo es trivial, y ya no significa nada. Si fuera así, las consecuencias de los abusos: traumas, desviaciones, fobias, culpabilidad, deberían ser mínimas, pero son todo lo contrario.

Una sociedad que tiene una concepción tan burda de lo sexual, tan reduccionista de la dignidad personal, es un verdadero caldo de cultivo para las agresiones sexuales. Con la excusa de la libertad en materia sexual, de la rebelión ante cualquier regla moral que no sea el “me apetece”, con la hípersexualización del arte, la cultura, las relaciones humanas, el entretenimiento, hemos roto los sellos que guardan intenciones y deseos profundamente humanos, y exponemos a todos, no solo niñas y mujeres, a ser objetos, cosas, apariencias, etc., y a sufrir graves y profundas consecuencias del modo como nos tratamos entre nosotros.

Una situación tan compleja no se resuelve solo metiendo a los abusadores a la cárcel. Es necesario primero darse cuenta de lo que está pasando, identificar algunas de las razones por las que sucede y empeñarse en comprender mejor la antropología; entender por qué la sexualidad ocupa un lugar privilegiado en el ser persona, de modo que luego se pueda transmitir a las nuevas generaciones una forma diferente de ver todo.

*Columnista de El Diario de Hoy.

@carlosmayorare