Enflorando a mi abuela

Nani nunca terminó la escuela, pero tenía más sentido común que muchos candidatos doctorales con los que me he topado por la vida, y les decía a sus hijos que lo que iban a heredar era educación.

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Por Mirna Navarrete

05 November 2017

Cada 2 de noviembre recordamos a aquellos que se nos adelantaron en la carrera hacia el cielo, ya sea visitándolos en los lugares terrenales donde pusimos a descansar sus cuerpos para dejarles flores, o en nuestras oraciones. Para muchos, los 2 de noviembre huelen en la memoria a fiambre y a cementerios abarrotados; para otros, a recuerdos amargos y melancolía. Para mí, y más ahora que estoy lejos, los 2 de noviembre huelen al recuerdo de mis abuelos. En específico al recuerdo de mi abuela materna, Juanita de Guevara, la que mejor conocí de los cuatro que tuve la suerte de tener.

A la Juanita, como a tantas abuelas, le quedó el apodo que la primera nieta en su incapacidad comunicacional propia del primer año de vida decidió darle. Por tratar de decirle “Juanis”, la primera nieta (mi hermana mayor) en su calidad dictatorial la nombró Nani, a perpetuidad y en calidad permanente. Nani nunca terminó la escuela, pero tenía más sentido común que muchos candidatos doctorales con los que me he topado por la vida, y les decía a sus hijos que lo que iban a heredar era educación. Fue el pilar en el que se apoyó un esposo mayor que ella quince años y junto al que crió siete hijos, en una casa en la avenida España, en el centro de San Salvador, de la que el terremoto del 86 me impide tener recuerdo alguno, pero en la que se acogía como familia y con generosidad desbordante a quien lo necesitara.

La manera exponencial en la que crecen las familias grandes le dio a Nani tres decenas de nietos. Las fotos familiares parecían convención. No tengo idea cómo lo hacen, pero el mayor talento de los abuelos es el de hacerle creer a cada nieto que es el favorito, y Nani destacaba en esa área. En mi caso, tuve la ventaja de tener papás que trabajaban, por lo que gocé a Nani en calidad de niñera durante mis primeros tres años. Fue por Nani, quién sabe a qué edad, que entendí el concepto (foráneo en ese momento) de que los adultos también lloraban y también se ponían tristes, que eso de crecer no le daba a uno ventaja alguna en el terreno de la tristeza y a Nani se le escapaban las lágrimas fácilmente. Cuando me contaba del abuelo que no conocí (su esposo) o cuando me leía un libro que se llamaba “Sin Familia”, con la presente ironía de que familia era lo que ambas más teníamos.

Nani vivía con mis tíos y visitarla implicaba sentarse a su lado en cualquiera de los asientos por los que rotaba junto con su eterno libro a lo largo del día. En la mañana era la sala; en la tarde, la terraza. Más adelante, a la orilla de su cama. Siempre con su libro. Rezando cuando no estaba leyendo. Y es que cuando se tienen 7 hijos y 30 nietos no faltan razones para rezar. Se nos fue el año que cumplí 15 años, pero la sigo viendo. La veo en gestos de mis hermanas y en las manos de mi tía Trini (las tienen idénticas). La veo en la capacidad maratónica de rezar de mi mamá. En las tres avemarías de antes de dormir que probablemente por culpa de ella, a muchos de los que somos parte de su descendencia nos salen tan automáticas como lavarnos los dientes. Y la veo en el familión feliz y desperdigado por el mundo con diversidad de carreras profesionales que con su prudencia permanente, sabiduría doctoral y devoción piadosa de hierro tuvo a bien traer a este mundo. Si alguien está descansando con la merecida paz de una misión bien cumplida, es Nani.

 

*Lic. en Derecho de ESEN

con maestría en Políticas

Públicas de Georgetown University.

Columnista

de El Diario de Hoy.

@crislopezg