La historia se repite

Postulado que ahora resulta muy claro para los salvadoreños: los revolucionarios lucharon por décadas para tomar el poder, solo para sentarse en el sillón dorado de aquellos a quienes pretendieron derrocar.

descripción de la imagen

Por Mirna Navarrete

05 November 2017

Etiopía fue gobernada por la Dinastía Salomónica hasta que ésta fue derrotada por un golpe de Estado, liderado por militares marxistas en la Década de los Setenta. Los militares golpistas habían jurado modernizar y sustituir el anacrónico gobierno del emperador Haile Selassie, al que habían destituido, y así llevar al país al tan soñado progreso para las grandes mayorías.

Etiopía, antes del golpe, había sido reducida a una comarca en donde cada nuevo día el Gran Palacio amanecía lleno de líderes políticos, dignatarios extranjeros y parroquianos, quienes hacían largas filas esperando la llegada del emperador. A su llegada, hacían vistosas reverencias, tratando de llamar desesperadamente la atención del supremo líder, para que éste graciosamente les concediera un minuto de su tiempo y así quizás obtener la solución a los problemas que le planteaban.

El emperador concedía las audiencias de forma arbitraria, manejando el país como su propiedad privada: concediendo favores a quien apetecía, mientras castigaba severamente a quien consideraba desleal. La prosperidad económica –no del país, sino del individuo- dependía de haber sido señalado con su gracioso dedo.

Ocurrido el golpe militar, el emperador fue detenido. Las ejecuciones de los líderes políticos de la vieja guardia empezaron rápidamente, iniciando lógicamente por aquellos cercanos al antiguo régimen. Cuando el emperador fue finalmente asesinado –en algún momento de agosto de 1975-, el país fue declarado socialista. Se inició el proceso de nacionalización sobre la propiedad privada, urbana y rural, lo cual generó el rechazo de la mayoría de ciudadanos, pero a pesar del rechazo popular, el régimen militar marxista se mantuvo en el poder gracias al importante envío de armas por parte de la Unión Soviética y Cuba.

Consolidado el régimen, se alzó como líder absoluto de la revolución el militar Mengistu Haile Mariam. Su primero edicto, curiosamente, fue el que el gobierno se trasladara al antiguo palacio imperial del emperador Selassie, cuyo uso había sido prohibido desde la abolición de la monarquía. El primer desfile militar fue presenciado por parte de su marxista líder, sentado en el sillón dorado de los extintos monarcas: en el mismo sillón dorado en que se había sentado el emperador Teodoro, fundador de la dinastía salomónica a mediados del siglo XIX.

Uno de sus ministros, Dawit Wolde, recordó en sus memorias: “Al principio de la revolución, todos rechazamos cualquier cosa que tuviera que ver con el pasado: coches de lujo, trajes de diseñador, corbatas. Todo eso era considerado ilegal, así como cualquier cosa que sugiriera riqueza o sofisticación, todo ello era menospreciado por considerarlo asociado con el antiguo régimen. De repente todo cambió. Los altos oficiales del ejército y del gobierno se volvieron adictos a los trajes de diseñador. Llegamos a ambicionar y tener lo mejor de todo: las mejores casas, los mejores coches, los mejores whiskies y champañas, la mejor comida. Era un cambio radical respecto a los ideales de la revolución”.

Curiosamente, lo que sucedió en Etiopía no es nuevo, se repite de revolución en revolución: en algún momento los revolucionarios pierden la brújula, y la “lucha popular” se convierte únicamente en un medio para conceder el turno a una nueva élite que desea llegar al gobierno y usufructuar el poder. Los ejemplos abundan: Cuba, Nicaragua, Venezuela, Argentina, Brasil y Bolivia, solo por mencionar algunos.

El patrón cultural que mostraron los revolucionarios bolcheviques respecto a su afición a la riqueza en la que vivían los miembros del régimen que habían derrocado, calcada por los revolucionarios africanos y latinoamericanos, fue calificado por el sociólogo alemán Robert Michels como “la ley de hierro de la oligarquía”. Su postulado describe la lógica de todo sistema social y político basado sobre organizaciones de naturaleza jerárquica-extractiva: estas tenderán a reproducirse en una sociedad, no solamente cuando el mismo grupo esté en el poder, sino también cuando el liderazgo social o político esté en manos de un grupo totalmente nuevo.

En El Salvador, para los políticos de izquierda, existía una élite oligárquica-agraria-militar que gobernaba y que a su criterio, impedía las posibilidades de desarrollo y progreso para las mayorías. No obstante, cuando los revolucionarios que lucharon contra esa élite llegaron al poder, se convirtieron ellos mismos en la nueva élite que no solo gobernaría, sino que se aprovecharía del poder de forma más intensa y notoria que la élite derrocada; esta vez para beneficio de ellos y sus compares.

Karl Marx, cuyos postulados todavía suenan en los discursos de los feligreses del Foro de Sao Pablo, decía: “La historia se repite”, postulado que ahora resulta muy claro para los salvadoreños: los revolucionarios lucharon por décadas para tomar el poder, solo para sentarse en el sillón dorado de aquellos a quienes pretendieron derrocar. Lucharon para convertirse en la nueva oligarquía roja y los resultados están a la vista: lo consiguieron.

*Abogado, máster en leyes.

@MaxMojica