Una esclavitud voluntaria

Los modernos teléfonos celulares han hecho nuestra vida más fácil. El tener información en tiempo real puede ser muy útil y el estar comunicados nos ahorra esfuerzo y dinero. El problema es que por esta presunta conveniencia hemos perdido una porción de libertad.

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Por Elizabeth Castro

03 November 2017

Es infalible. Tenemos el tiempo justo para descansar, y olvidar, al menos por un rato, el ajetreo de la ciudad y las complicaciones de la vida. El ambiente es ideal, con buena temperatura, un sillón cómodo y un poco de música. Nos vamos quedando dormidos y empezamos a soñar. Y justo en ese momento suena el celular que hemos dejado al alcance. Es una llamada o simplemente una señal de un mensaje por WhatsApp. Nos decimos que no lo atenderemos y que veremos más tarde quién trató de comunicarse. Pero ¿si es un mensaje importante? ¿Una emergencia? Nos decimos que no, pero la duda persiste. Al final gana la curiosidad y tomamos el teléfono para ver qué es.

Como supusimos, no era nada que no pudiera haberse atendido después, alguien por WhatsApp que solo respondió con un jaja a un meme enviado dos horas antes, o una opinión que no hará que cambie nuestra forma de ver el mundo. Nos proponemos dormir nuevamente pero el sueño se fugó, o bien logramos que reaparezca para que otra vez nos interrumpa el aparato. Con la cuarta interrupción nuestra intención de descanso se frustra por completo. Todo por esa pequeña cajita electrónica que hemos decidido mantener permanentemente a nuestro lado.

Sin estar plenamente conscientes de lo que implica nos hemos convertido en esclavos de los smartphones. Estamos a sus pies y lo aceptamos sin quejarnos. Interrumpen nuestras conversaciones, trabajo, ejercicio y descanso. Nos distraen mientras conducimos, comemos, leemos o vemos televisión. Les permitimos cosas que no toleraríamos en compañeros de trabajo, amigos o incluso familiares cercanos. Y aceptamos esa tiranía sin hacer nada, creyendo que es el precio que debemos pagar por estar al día con la tecnología.

No hay duda de que los modernos teléfonos celulares han hecho nuestra vida más fácil. El tener información en tiempo real puede ser muy útil y el estar comunicados nos ahorra esfuerzo y dinero. El problema es que por esta presunta conveniencia hemos perdido una porción de libertad. Ya no tenemos espacios de tiempo realmente libres, ya nunca estamos completamente solos pues aunque nos aislemos de otras personas el dichoso aparatito está cerca, y parte de nuestra mente con él.

Con la constante evolución tecnológica no sería extraño que en el futuro los teléfonos inteligentes lleguen a ser parte de nuestra anatomía, como un brazo o un pie. Y el estar permanentemente conectados arrebatará otro tanto de libertad.

Ante el creciente dominio de la tecnología informática sobre nuestras vidas se debe reaccionar. Ya se están viendo señales de preocupación por esto. A veces son acciones sencillas pero con la idea de contrarrestar la obsesión por lo que se ha dado en llamar la hiperconectividad. En los Estados Unidos, por ejemplo, se están abriendo restaurantes en los cuales para entrar las personas deben depositar su celular en compartimientos o lockers. Al parecer alguien se hastió de ver familias en las mesas con la mayor parte de sus miembros pegados a la pantalla.

Liberarse de la esclavitud es posible, imponiendo espacios físicos y espacios de tiempo sin celulares. Así como no se puede usar teléfonos en los bancos o al practicar una cirugía, hay que recobrar otros momentos y lugares. Conseguirlo puede ser difícil pero no inalcanzable. Valdría la pena. Después de todo recuperar un poco de libertad es mejor que descubrir que ninguno de los mensajes que nos llegaron eran emergencias sino cosas que pudieron haber esperado.

*Médico psiquiatra

y columnista de El Diario de Hoy