Memorias que no son de Adriano

Vientos que movían las nubes y elevaban las piscuchas hasta alturas donde se volvían invisibles. Vientos que metían en problemas a las niñas que vestían faldas de uniforme, para entonces manchadas de tinta y gastadas por el uso. Faldas livianas, que se convertían en banderas ondeantes a la menor ráfaga y que obligaban a las desprevenidas chicas a tomar poses de foto de Marilyn Monroe.

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Por Elizabeth Castro

27 October 2017

¿Ha reparado usted en este sentimiento de expansividad, de vitalidad y de alegría íntima que nos embarga en octubre a quienes ya vivimos más de 4 o 5 décadas? ¡Apuesto a que sí! Entre nosotros nos entendemos muy bien, casi que sin palabras. En cambio, a los extranjeros y salvadoreños menores de veinte años hay que explicarles lo que fue vivir en este país cuando la naturaleza respetaba sus ciclos. Rescato tres momentos grabados en mi memoria sensorial.

En los primeros días de mayo, en anuncio del invierno, puntuales como habían venido siéndolo durante no sé cuántas generaciones previas, hacían su aparición los zompopos de mayo. Su llegada era motivo de gran alegría para quienes no llegábamos aún a la adolescencia: se los capturaba temprano por la mañana y eran llevados en botes de vidrio a la escuela para que protagonizaran batallas sin sangre ni violencia. Algún infantil sadismo había en ello pues también recuerdo uno que otro compañero que se entretenía en arrancarles las alas solo para ver qué pasaba o como castigo por haber perdido la pelea.

Los inviernos anunciados por esos nalgones insectos eran consistentemente copiosos para júbilo inmenso de los agricultores: sabían que la madre tierra así acumulaba fuerzas que luego le permitirían ser generosa con sus frutos. Jubilosos también los niños que —con botas “patito” o sin ellas: las de hule en colores amarillo y negro— chapoteábamos felices en los charcos y en las crecientes que se formaban en las cunetas. “Con la mitad de un periódico/ hice un barquito de papel/ y en la fuente de mi casa/ va navegando muy bien…” iniciaba la ingenua poesía de nuestro libro de lectura de (¿?) tercer grado. (Maravillas de Internet. Acabo de descubrir que el poema es de Amado Nervo. He encontrado y leído varias versiones; escribo la que mi memoria rescata).

Aquellos eran inviernos de “temporales”: semanas enteras de lluvia fina y persistente, de cielos cerrados y de gris plomizo, ideales para depresiones o amores prohibidos. Cielos que lloraban insistentemente, sin descanso, con intensidades variables, eso sí, porque de pronto y sin previo aviso, la fina garúa se convertía en chaparrón intenso.

Y en octubre, los vientos. “Vientos de octubre que todo lo descubren” escuchábamos decir entonces a nuestros mayores. Vientos que movían las nubes y elevaban las piscuchas hasta alturas donde se volvían invisibles. Vientos que metían en problemas a las niñas que vestían faldas de uniforme, para entonces manchadas de tinta y gastadas por el uso. Faldas livianas, que se convertían en banderas ondeantes a la menor ráfaga y que obligaban a las desprevenidas chicas a tomar poses de foto de Marilyn Monroe.

Vientos que traían los exámenes, los finales, los privados. Había que reunirse para estudiar. Y había que esmerarse más en aprender bien porque sabías que de ellos dependía que las vacaciones fueran vacaciones totales o que tuvieras que ir “a las olimpiadas”. Cuando eso sucedía y tocaba ir a “curso de verano”, entonces las deseadas vacaciones ya no lo eran tanto.

Por todos lados, reuniones de colegios y escuelas se celebran por estos días. Aunque ahora somos distintos: más gordos que antes, con menos cabello, con más experiencia, (“…nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos…”), igual jovialidad se siente durante el intercambio de saludos, de relatos de enfermedades y doctores, de alegrías y tristezas. Suenan fuertes los efusivos abrazos entre compañeros.

Pensar que la memoria junto con la facultad de ver hacia el futuro, son las causantes de nuestras ansiedades y temores. Si no hay memoria, no hay traumas; si no hay futuro, no hay ansiedad. Lo que quizás vendría bien a este país que no logra encontrar su rumbo hacia adelante y que a lo único que atina es volver a ver hacia atrás.

…Y todo esto por la reunión sabatina con unos cuantos compañeros que recuerdan, año tras año, anécdotas de aquellos tiempos. No sé si mejores o peores, pero si no fuera por la memoria, bendita memoria, serían absolutamente idos.

*Psicólogo

y colaborador de El Diario de Hoy.