“Les suplico, les ruego, les ordeno... ¡Paren la matanza!”

Lo que deben hacer las autoridades es mayores esfuerzos para neutralizar o disuadir a estos grupos, pero no solo con tanquetas y vehículos artillados sino recuperando los territorios y haciendo que la ley prevalezca nuevamente en ellos.

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Por Elizabeth Castro

06 October 2017

"En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡paren la matanza!”.

Este sería seguramente el mensaje del beato Óscar Arnulfo Romero ahora, ya no para una guerra fratricida como en 1980, sino para una carnicería que cobra al menos doce muertos por día en 2017, sin que nadie parezca tener el control o el poder para frenarlo.

No puedo entender cómo 35 policías y 17 soldados han sido asesinados sin la menor oportunidad de defenderse, ya sea yendo en sus transportes, estando de licencia en sus casas o prestando servicio pero desprevenidos.

Si eso ocurre con representantes de la fuerza y la autoridad del Estado, con mayor facilidad son asesinados a diario panaderos, vendedores ruteros, transportistas y otras personas inocentes cuyos verdugos quizá ni las conocían, pero querían mostrar poder sacrificándolas.

Ahora, el gran problema es que a nuestra gente parece no importarle y aplican el principio de que “yo no me meto” o “no me interesa mientras no me afecte”. Sin embargo, de una u otra manera el brazo de la maldad termina golpeándonos a todos tarde o temprano.

Pero esto no es nada nuevo. Tenemos más de una década con un auge crónico de homicidios y desapariciones, incluso de muchos niños o preadolescentes.

En el caso de los agentes de seguridad, el aparato de inteligencia de la criminalidad ha demostrado ser más eficiente que el del Estado, si tomamos en cuenta que los asesinos de policías y soldados tenían bien estudiados los movimientos de sus víctimas para acabar con ellas.

Ya no se puede seguir soportando que la muerte continúe sorprendiendo a estos sacrificados servidores públicos cuando andan en la calle o descansan en sus casas.

Los agentes Rodolfo Agustín Iraheta, José Roberto Pérez, Osmín Calderón López, la sargento Dinora Elizabeth Martínez (la Mamá Sargento) son algunos nombres de miembros de la Policía asesinados este año. A ellos se agregan efectivos militares como David Edgardo Zepeda, Orbi Gabriel Mejía o Will Alfredo Sánchez y otros.

En otros países ya se hubiera decretado un estado de calamidad pública o emergencia con semejantes cifras de policías o militares asesinados.

No basta entregarles la Bandera por la que dieron su vida. Hay que velar por sus familias y la mejor manera de que su sacrificio no sea en vano es logrando el objetivo por el que ellos dieron su vida: un país en paz.

Los políticos ya salieron proponiendo leyes especiales o penas más severas para los asesinos de policías y militares, pero creo que nadie entiende que a los homicidas parece no importarles ni siquiera que los vayan a fusilar. Ya sea por ansia de matar, de mostrar poder, por odio o por presiones, a estas personas no les preocupa en el momento qué les pasará después. Tal vez luego se arrepientan, pero el daño ya está hecho. Muchos de ellos han perdido los sentimientos y sus fechorías son motivo de orgullo como estrellas en el pecho.

Lo que deben hacer las autoridades es mayores esfuerzos para neutralizar o disuadir a estos grupos, pero no solo con tanquetas y vehículos artillados sino recuperando los territorios y haciendo que la ley prevalezca nuevamente en ellos, que la gente recupere la confianza y que no permitan que los vuelvan a convertir en rehenes del miedo y la desesperación.

Los homicidios, no importa su grado de barbarie o crueldad, pasan siempre a ser frías estadísticas marcadas por la impunidad. Ya no podemos seguir permitiéndolo.

¡Paren la matanza!

*Periodista