La madre de todos los odios

Los ajusticiamientos extrajudiciales de pandilleros han conducido al asesinato de policías. Los últimos, a más muerte de pandilleros y esto al asesinato de los familiares de los agentes de seguridad. A su vez parece que esto ha llevado al homicidio de parientes de pandilleros.

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Por Elizabeth Castro

01 September 2017

Que la violencia engendra violencia no es noticia para nadie. Sin embargo, la tentación de terminar de una vez por todas con los problemas hace olvidar que desde que el hombre es hombre, las “pacificaciones” sociales a las que se llega por medio de la violencia no son efectivas y que siempre que se abusa de la fuerza para imponer lo que sea, el remedio resulta peor que la enfermedad.

Todas las sociedades que después de siglos de conflictos irresolubles lograron vivir en paz, no lo alcanzaron por la violencia. Europa es el mejor ejemplo. Mientras otros pueblos que viven sumergidos en la violencia e intentan salir de la situación por medio de ella, se sumergen en una espiral de sangre y dolor que profundiza y encona el rencor. Ya se sabe: lo que se consigue violentamente no se puede conservar sino con violencia.

La violencia —último recurso del incompetente, decía Asimov— nos ha llevado a una situación crítica. Los ajusticiamientos extrajudiciales de pandilleros han conducido al asesinato de policías. Los últimos, a más muerte de pandilleros y esto al asesinato de los familiares de los agentes de seguridad. A su vez parece que esto ha llevado al homicidio de parientes de pandilleros… ¿hasta dónde va a llegar?

Se ha escrito con razón que la muerte de agentes de seguridad a manos de pandilleros, no solo hace que perdamos policías, sino que se ha causado un modo de operar que hace que estemos perdiendo la Policía misma: tomarse la justicia por mano particular no solo no es justicia, sino que diluye la justicia.

Al leer algunas declaraciones de funcionarios públicos del más alto nivel, que por medio de juegos de palabras parecen justificar la muerte de pandilleros a manos de grupos de exterminio, al leer los comentarios que la gente en general hace en las redes sociales, al ver la apatía ante denuncias de periodistas, columnistas y generadores de opinión con respecto al tema, uno no puede no quedarse preocupado. Como si los asesinatos fueran justos porque quienes mueren se lo “merecen” por sus delitos.

A estas alturas, pido al lector no confundirse: no pretendo defender pandilleros o justificar grupos de exterminio (en todo caso, si hay algo que urge defender, es el Estado de Derecho). Simplemente pretendo invitar a pensar. Pensar, y no juzgar. Pensar y no condenar. Pensar y sacar consecuencias.

Para ello traigo a cuento dos Artículos de la Constitución (el subrayado es mío): “Art. 1. El Salvador reconoce a la persona humana como el origen y el fin de la actividad del Estado, que está organizado para la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común (…); y “Art. 2.- Toda persona tiene derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la libertad, a la seguridad, al trabajo, a la propiedad y posesión y a ser protegida en la conservación y defensa de los mismos (…)”. Es decir: mientras haya salvadoreños tipo A (cuya vida debe respetarse) y tipo B (cuya vida está a disposición de las autoridades de seguridad), seguiremos alimentando con el odio el monstruo de la violencia.

Lo que está pasando no es asunto de eficacia, no se trata de ser “práctico”. No es, ni siquiera, cuestión ideológica. Tiene que ver con las raíces éticas y morales de nuestra sociedad: si las perdemos, nos quedamos sin salvación. Si buscas venganza —dice un sabio proverbio— prepara dos tumbas.

La “rabia” del odio no se acaba con la muerte del perro… el odio, y peor aún el rencor engendrado por la violencia, son indestructibles. Pasan de generación en generación, quedan a disposición de manipuladores políticos o de turbios intereses, se enquistan en las almas y deshumanizan todo lo que tocan.

 

*Columnista de El Diario de Hoy.

@carlosmayorare