Perdónalos, Monseñor, no saben lo que hacen

La figura de Monseñor Romero le pertenece a la Iglesia Católica y a su feligresía, por lo que es preocupante que sea utilizada por el Estado como si su beatificación y posible canonización se tratase un logro del gobierno.

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Por Elizabeth Castro

27 August 2017

Por aquellas circunstancias curiosas de la vida, dos personajes de lo más disímiles pero unidos por la Guerra Fría y por la enorme influencia que sus actos e ideas ejercieron en El Salvador, cumplen años este agosto: el tiránico asesino Fidel Castro y el Beato Monseñor Romero. Cumpleañeros del 13 y 15 de agosto, respectivamente.

Ambos personajes ejercieron una notable influencia en nuestro país, pero con consecuencias muy diferentes cada uno de ellos. Monseñor Romero, un siervo de Dios, comprometido con los pobres y con amplios sectores sociales, que en su momento decidió colocarse como una valla protectora entre el pueblo y los grupos que ejercían violencia y represión: la guerrilla del FMLN y algunos sectores de los cuerpos paramilitares, militares y policiales afines al gobierno.

Monseñor Romero nunca incitó al odio; nunca tocó un arma. Sus palabras promovían la paz, concordia, armonía y espíritu cristiano. Algunos sectores malinterpretaron su mensaje, cuando realmente lo que él procuraba en sus homilías era que no se profundizara el odio y la polarización, así como la falta de entendimiento y diálogo, que, unidas a la influencia que la ideología marxista ejercía sobre al pueblo, la marginación económica y las pocas oportunidades de progreso para amplios sectores sociales, fueron las causas que nos llevaron a sufrir un desgarrador conflicto que separó familias y sembró profusamente un odio social, que a esta fecha aún no hemos superado.

Fidel Castro, por su parte, fue todo lo contrario a Monseñor. Su legado fue el apoyo logístico, diplomático, económico y militar a favor de la guerrilla, lo que le permitió a ésta unirse, consolidarse, potencializarse y así llevar a cabo una guerra de agresión y desgaste, con la finalidad de la toma por la fuerza del poder político, proceso en el que muchos miles de salvadoreños perdieron la vida.

Niños con piernas destrozadas gracias a las minas cazabobos de Fidel. Familias que tuvieron que separarse —a veces, para siempre— gracias a los secuestros aconsejados como método de financiamiento por parte de Fidel. Guerra de guerrillas prolongada, destruyendo puentes e infraestructura eléctrica, gracias a la asesoría de los delegados militares cubanos de la internacional comunista, enviados por Fidel. Miles de salvadoreños dejando de ser feligreses de la Iglesia Católica, unos migrando hacia la Evangélica o hacia otras denominaciones cristianas, muchos otros simplemente perdiendo su fe, gracias a la infiltración marxista en la Iglesia y en colegios y universidades administrados por esta, en las comunidades de base, utilizando profesores y catequistas ideologizados y, por su puesto, por medio de la difusión de la Teología de la Liberación, conforme a los métodos de infiltración social aconsejados por Fidel.

Fidel murió con sus manos ensangrentadas de sangre cuscatleca. Su legado para nuestro país fue brutal: odio, guerra, dolor, separación familiar, polarización, sangre y fuego. El de Monseñor no puede ser más diferente: amor, paz, reconciliación, sacrificio y perdón.

Por ello, es realmente difícil tratar de entender el complejo proceso mental de aquellos que, sin conflicto interior alguno, un día celebran eufóricamente el cumpleaños del “Comandante” recordando su “gran legado”; para celebrar, dos días después, en misa solemne, con cara de circunstancias y cantando alabanzas al Altísimo, el natalicio del que probablemente sea dentro de poco, el primer santo salvadoreño.

La figura de Monseñor Romero le pertenece a la Iglesia Católica y a su feligresía, por lo que es preocupante que sea utilizada por el Estado como si su beatificación y posible canonización se tratase un logro del gobierno de turno. Si Monseñor Romero es elevado a los Altares, es y será por sus propios méritos, no por la gestión de uno o varios políticos. Igual de preocupante es ese —a veces no tan sutil— intento de secuestrar su imagen y legado por parte de sectores que la usufructúan, reduciéndola a un slogan socialista, como si su sangre derramada fuera de la de un político más y no la de un héroe de la fe católica; como si se trata de un activista más de una corriente política y no un altísimo y ejemplar modelo de vida cristiana.

Monseñor Romero nos pertenece a todos los salvadoreños a quienes amó y amó de tal forma, que se entregó en sacrificio cruento, buscando con su martirio que nosotros pudiéramos alcanzar esa escurridiza paz y justicia social en nuestro convulso pulgarcito.

Espero que algún día todos entendamos que la imagen de Monseñor Romero pertenece a los altares y no en un estampado sobre una camiseta roja que utilizan aquellos que aún hoy no han entendido su mensaje de paz y amor.

Y tú, Monseñor, por favor perdona a aquellos que instrumentalizan tu imagen, simplemente no saben lo que hacen.

*Abogado, máster en Leyes.

@MaxMojica