El presidente de los supremacistas raciales

Trump tuvo varias oportunidades para elevarse a la altura que la historia exige y que implica la condena absoluta, sin medias tintas ni relativismos, del supremacismo blanco y sus acólitos.

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Por Inés Quinteros

20 August 2017

Depende a quién le pregunte, pero para muchos la sociedad estadounidense es un éxito de libertad post-racial. Para muchos, la elección de Barack Obama a la presidencia, por el hecho de ser el primer presidente afroamericano, significaba la prueba palpable de que el racismo se había terminado con la desegregación y las reformas que volvieron ilegal discriminar con base en la raza. Quienes tenían esta opinión, probablemente vieron evidencia de lo contrario hace diez días, cuando en Charlottesville, Virginia, el movimiento de los supremacistas blancos (y milicias simpatizantes armadas) se reunió para protestar la remoción de estatuas de la Confederación.

En diferentes localidades alrededor de Estados Unidos, la discusión cultural de si algunas comunidades quieren o no que en las zonas públicas se le rinda homenaje con estatuas a quienes lucharon por la Confederación en la Guerra Civil (el bando que estaba dispuesto a romper la unión para mantener la legalidad de la esclavitud) se ha convertido en ley por medio de los concejos y otras autoridades estatales. Quienes abogan por la remoción de estatuas señalan que en Alemania no existen monumentos para Hitler, solo memoriales para sus víctimas. De cualquier manera, los manifestantes a favor de las estatuas confederadas aparecieron en Charlottesville no solo armados, sino con banderas en las que la esvástica nazi era prominente, mensajes y símbolos que contradicen su postura de que buscaban hacer una demostración pacífica.

Una coalición de grupos antisupremacistas decidió protestar pacíficamente a los neonazis, marchando por las calles de Charlottesville. Se ha reportado que hubo encontronazos violentos entre la protesta y la contra-protesta; sin embargo, fue a los que se encontraban protestando en contra de los nazis y el supremacismo racial a quienes un terrorista embistió con un carro, dejando una víctima fatal.

La policía, que hasta que los sucesos se tornaron violentos se encontraba en el lugar protegiendo la libertad de expresión de los nazis, logró capturar al terrorista, quien seguramente terminará su vida en la cárcel, tanto como las decenas de supremacistas blancos que en los últimos años han cobrado vidas con su racismo (muy a pesar de la opinión azucarada e ingenua de que en Estados Unidos ya se acabó el racismo).

En Estados Unidos el presidencialismo tiene --tristemente-- tanta fuerza que a nivel cultural, gran parte de la ciudadanía espera de quien tiene la investidura presidencial una suerte de liderazgo moral, para bien o para mal. Para bien, porque en ocasiones ha habido presidentes que se han elevado a la altura del momento histórico condenando sin medias tintas los males ideológicos que amenazan los principios que en teoría definen los valores de una república.

Reagan condenó el muro de Berlín, Bush padre le hizo frente al Ku Klux Klan, a Obama le tocó llamar a la unidad en el sepelio de nueve afroamericanos, muertos a balazos a manos de un neonazi dentro de una iglesia. Trump tuvo varias oportunidades para elevarse a la altura que la historia exige y que implica la condena absoluta, sin medias tintas ni relativismos, del supremacismo blanco y sus acólitos. Lo hizo, pero justificando su violencia en que “el otro lado” también era violento. Lo hizo, pero solo luego de dos días, y luego de tres, volvió a contradecirse, esta vez diciendo que entre los supremacistas había gente decente que solo quería ver sus estatuas respetadas y culpando a las contra-protestas de la violencia. Procedió luego a defenderse ante las críticas que, por obvias razones, le lanzó no solo la prensa, sino también republicanos asqueados. No es difícil saber cuál es el lado correcto del argumento: al preguntarles qué opinaban de las declaraciones presidenciales, los supremacistas celebraron, diciendo estar orgullosos de su presidente.

* Lic. en Derecho de ESEN

con maestría en Políticas Públicas

de Georgetown University.

Columnista de El Diario de Hoy.

@crislopezg