Don Pepe y sus $50 de pensión

Ahora ve a sus compas viajando por el mundo, propietarios de empresas multimillonarias y con sueldazos de varias cifras, con carros a todo meter, seguidos de escoltas con guardaespaldas.

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Por Elizabeth Castro

30 July 2017

José de la Santa Cruz Archila, mejor conocido por lo sus vecinos como Don Pepe, cavilaba a la sombra de un gran palo de mango indio, sentado en un taburete de madera, bastón en mano. Era su lugar preferido para escapar de los calores de su querida Chirilagua. La sombra del palo de mango era su refugio al mediodía, en que se daba una escapadita al patio de la humilde tienda que había logrado poner gracias al sacrificio de María, su hija, quien a falta de oportunidades, tomó la decisión —como la de otros miles de jóvenes— de irse a perseguir sus sueños de progreso al gran país del Norte.

“Cómo han cambiado las cosas”, pensaba Don Pepe. Recordaba sus experiencias allá por los inicios de los Setenta, cuando los profesores afiliados al Andes 21 de Junio, así como en las comunidades eclesiales de base a las que asistía, se les hablaba sobre cómo los ricos les robaban a todos, generando la miserias y las desigualdades que se vivían en El Salvador. Recordaba esas homilías llenas de ardor revolucionario, en donde se describía cómo en nuestro país, una vez que estuviera en manos de los revolucionarios, se iban a acabar las injusticias, por lo que por fin viviríamos en un mundo igualitario, pacífico, próspero y democrático.

Mientras le daba un sorbo a su taza de café de palo bien caliente y cargado, recordaba cuando conoció a los “muchachos”. Nunca olvidará cuando entraron al pueblo, verlos era como estar frente a un grupo de personas que se percibían a sí mismos como una mezcla de héroes y redentores. “Una bandada de cipotes”, recuerda haber pensado cuando finalmente los conoció. Todos vestidos verde olivo. Alguno con lentes “culo de botella”, lo que les daban un aire de rebeldía intelectual. Secos como palos, por que en el monte y con las carreras que les sacaba el Ejército, no había espacio ni lugar para lujos. Casi todos portaban cruces o escapularios en sus pechos, lo que les daba un aire de místicos ascetas revolucionarios.

Entre emocionado e ilusionado, Don Pepe decidió unirse libremente a la guerrilla, por que veía en sus líderes a hombres y mujeres que dejando las comodidades de la ciudad, se habían ido a la montaña a luchar por los ideales revolucionarios que predicaban y en los que creían. Ese día, en la plaza del pueblo, el Comandante dio un discurso acerca de las injusticias sociales que se vivían en El Salvador, de cómo la falta de libertad de expresión, de libertad política y de democracia era la causa de todos nuestros males.

De cómo ellos lucharían contra los ricos para lograr más igualdad y una mejor educación al pueblo. De cómo era que, cuando ellos finalmente estuvieran en el poder, se iba a terminar la delincuencia, por que desde la perspectiva marxista, el crimen no es otra cosa más que un producto nefasto del capitalismo.

“¡Ah! ¡Qué tiempos aquellos!”, pensaba mientras se sobaba la rodilla que le había quedado permanente inutilizada, cuando una esquirla le destrozó los meniscos en un combate en Morazán, evento que le regaló el uso permanente del bordón que ahora lo acompañaba a todas partes. “Es que éramos inocentes” —dijo entre dientes, dirigiéndose a Rocky, su perro— “en esa época les creímos todo. Pero mírenos ahora cómo estamos de jodidos, nosotros lo que pusimos el pellejo, la sangre. Los que combatimos por un El Salvador más justo. Que pasamos navidades y cumpleaños en el monte, bajo las balas… mírenos cómo estamos”.

Ahora veía en la tele a sus compas, esos que antes eran solo cipotes soñadores, que hacían promesas de un país más justo e igualitario, que predicaban que la riqueza de unos pocos era la fuente de todos los males. Ahora Don Pepe los ve viajando por el mundo, propietarios de empresas multimillonarias y con sueldazos de varias cifras, con carros a todo meter, seguidos de escoltas con guardaespaldas. Con todos esos privilegios, Don Pepe no los puede diferenciar en nada de los integrantes de la oligarquía criolla a los que en antaño combatían. Él, en su sencillez, no alcanza a comprender cómo es que antes la riqueza era mala, pero ahora es buena… para ellos. No entiende la facilidad con que cambiaron sus ásperos uniformes verde olivo, por sus trajes de diseñador, cómo es que ahora concilian los conceptos revolucionarios con sus relojes Rolex.

“Tío Pepe” —le gritó la Licha, su sobrina— “ya te depositaron los $50 de tu pensión”, ya que esa es la compensación mensual que el Gobierno de El Salvador, ahora en manos de sus compas, acordaron pagarle a los veteranos de guerra. Don Pepe escuchó a su sobrina, volvió a darle un sorbo a su café y pensó, “qué jodida nos pegaron”.

*Abogado, máster en Leyes.

@MaxMojica