Dilemas educativos

¿Educamos para la prueba o para la vida? Fácil, si la prueba está bien hecha, si evalúa lo que tiene que evaluar, no se preocupe, ¡eduque!

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Por Elizabeth Castro

21 July 2017

¿Pasa o no pasa de grado? ¿Se queda en el mismo colegio o lo cambiamos? ¿Es mi hijo el que está fallando o es la institución educativa la que no ha hecho lo suficiente? ¿Lo evaluamos igual a los demás o le hacemos exámenes más fáciles? ¿Le enseñamos lo mismo que a sus compañeros o eliminamos contenidos del programa? ¿Qué usen calculadora o que se aprendan las tablas de multiplicar?

¿Prohibimos los celulares o los usamos para que aprendan en clases? ¿Sirve de algo la PAES o es un gasto innecesario? ¿Preparamos a los alumnos para un examen o para la vida? ¿Necesitamos otra Reforma Educativa o gestionamos para que una funcione bien? ¿Invertimos en Educación o en prebendas para los funcionarios? ¿Las gremiales de maestros: sirven solo para protestar por los salarios o se ocupan en capacitar a sus miembros?

Muchas de esas preguntas son, en verdad, preguntas complejas, lo que aprendimos en lógica como una de las falacias no formales: se formulan, tramposamente, como interrogantes simples cuando son más de una. Pero otras son dilemas reales que, en esta época del año, deben afrontar muchos padres y madres de familia y, como contraparte, los directores y directoras de escuela. Los alumnos también presentan sus particulares dilemas: ¿Estudio ahora aunque no tengo deseos o espero a que me den ganas? ¿Cómo aprendo sin esfuerzo? ¿Es cierto que si estoy oyendo algo mientras duermo se me queda mejor que si lo estoy repitiendo?

Abrigué alguna vez la idea de que todos podríamos llegar a ser iguales, que importaba poco las dotaciones personales de cada quien: buenos profesores y buenos ambientes de enseñanza podrían contra cualquier barrera para el aprendizaje. Creía entonces que el deseo de aprender era una poderosa motivación humana, que con esfuerzo y dedicación, cualquiera podría aprender cualquier cosa que se propusiera. Era ésa una idea que flotaba entonces en el ambiente académico (Watson: “Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger —médico, abogado, artista, hombre de negocios y, sí, incluso mendigo o ladrón— independientemente de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados”). Eso fue “cuando era feliz e indocumentado”, como diría García Márquez, recién empezaba a estudiar psicología y mi confianza en el amor humano era fuego que ardía intenso, abrasando lo que tocaba. Tiempos en los que John Lennon, creo que ya ciegamente enamorado de Yoko Ono, nos erizaba la piel cada vez que cantaba Imagine all the people, living life in peace, you… (Doble paréntesis obligado: 1) no puede haber otra manera de enamorarse de la Ono que esa: ciegamente; 2) me sigo entusiasmando cuanta vez oigo Imagine: “You may say that I am a dreamer, but I’m not the only one”).

Ahora estoy convencido de que no somos iguales, ni lo seremos por mucho que lo intentemos. Nuestras humanas diferencias no solo provienen del lugar donde nacemos (¿cómo comparar, por ejemplo, los flemáticos nórdicos con los salerosos caribeños?), del ambiente en que crezcamos (¿el citadino cosmopolita con el basto campesino?), de la fe que profesemos (si alguna), de las capacidades o intereses diferentes que tengamos (las múltiples inteligencias de Gardner) o de las que carezcamos (¿iguales el disciplinado atleta que el indolente y consentido estudiante?) de las metas que nos tracemos y los modos de llegar a ellas (¿igual el trabajador esforzado y emprendedor que el funcionario arribista y corrupto?).

¿Por qué entonces seguimos educando para la igualdad?, preguntan algunos. ¿Para qué exámenes estandarizados que exijan lo mismo a quienes son tan diferentes? ¿No es eso un contrasentido? No, responden otros. Se educa justamente para ofrecer a la mayoría la oportunidad de ser mejores, de actualizar sus potencialidades, de exigirse lo mejor de sí mismos. No educarnos, no exigir a la mayoría a cumplir los mínimos, aunque se le ayude según sus necesidades, es condenarnos todos al eterno subdesarrollo y pobreza. Bajar la guardia no es la solución. ¿Educamos para la prueba o para la vida?

Fácil, si la prueba está bien hecha, si evalúa lo que tiene que evaluar, no se preocupe, ¡eduque!

Lamentablemente no todos están dispuestos a pagar el precio de ser mejores personas, lástima por ellos; pero eso no resta responsabilidad alguna al estado ni a los colegios para ofrecer, a los demás que sí las van a aprovechar, las oportunidades que merecen.

*Psicólogo y colaborador

de El Diario de Hoy.