¡Dios nos libre de los héroes!

El poder es maldito. Es un dragón que nos seduce, pero luego consume con su fuego las virtudes del hombre más incorruptible. Más que cambiar protagonistas, la solución debe pasar por construir más y mejores límites al poder.

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Por Elizabeth Castro

23 June 2017

La Casa Targaryen reinó en Poniente por casi trescientos años. Rhaegar, el príncipe heredero, secuestró a Lyanna Stark para tomarla como amante. Se desató la guerra.

Los Stark y Baratheon organizaron la rebelión. En la Batalla del Tridente, Robert Baratheon le destrozó el pecho a Rhaegar con su maza.

Aerys II, el Rey Loco, estaba perdido. La casa Lannister permanecía a su lado. Pero cuando advirtieron que estaban en el lado incorrecto de la historia, Tywin Lannister saqueó la ciudad, y Jaime, su hijo, mató a traición a Aerys Targaryen. El mote de Matarreyes le perseguiría por el resto de su vida.

Hubo esperanza en Poniente. Llegaba el crepúsculo de la dinastía de fuego. Por tres siglos los siete reinos de Poniente vivieron bajo el dominio de unos extranjeros, crueles e incestuosos. Su fuerza se apuntalaba en un arma infame, los dragones. Pero estos se habían extinguido ciento cincuenta años atrás y con la muerte del Rey Loco parecía que ocurría lo mismo con sus señores. Ahora Robert Baratheon, un líder carismático, fuerte y joven, se sentaba en el Trono de Hierro.

Cuando inicia Canción de Hielo y Fuego (novela popularizada en televisión como Juego de Tronos) Robert lleva catorce años en el poder. Se había vuelto un monarca borracho y mujeriego. Detrás de la espesa barba negra, que se había dejado para ocultar su grotesca papada, poco quedaba de aquel líder que provocó tanta ilusión. Para él, gobernar era una fiesta de prostitutas y vino de Dorne y eso llevó a Poniente a la ruina financiera.

¿Qué fue de la esperanza que significó que alguien distinto llegara al poder? De poco sirvió que un líder noble y valiente ocupara el Trono de Hierro. No bastó con echar a los gobernantes de siempre e instalar nuevos y frescos rostros en sus curules. Probablemente el Trono de Hierro, esa metáfora del poder, estaba maldito.

Mientras tanto aquí, en nuestro mundo, también vivimos tiempos interesantes. Un outsider llega a la presidencia de Francia y forma un “gobierno ciudadano” (sea lo que sea eso). Podemos y Ciudadanos crecen en España. Trump superó cualquier predicción y venció a todo el establishment político estadounidense. En este rincón las encuestas revelan un profundo desencanto ante los políticos tradicionales. El terreno es fértil para que ahora llegue gente distinta al poder.

Personas sin trayectoria política comienzan a coger fuerza en el seno de los dos grandes partidos. Y afuera de ellos algo se mueve. Sujetos ajenos a la política ven hoy en las candidaturas independientes una oportunidad real. Se observa ilusión en mucha gente.

Pero es mejor guardar cierta prudencia. Sí, es importante que haya rotación en la farándula política. Pero ni “gente nueva” ni “gente buena” garantizan un buen gobierno. La corrupción y el abuso del poder es un demonio que duerme en nuestra naturaleza humana y que despierta cuando se nos otorga poder.

El poder es maldito. Es un dragón que nos seduce, pero luego consume con su fuego las virtudes del hombre más incorruptible.

Más que cambiar protagonistas, la solución debe pasar por construir más y mejores límites al poder. No basta con cambiar al jinete del dragón. Hay que forjar cadenas de acero valyrio que lo sujeten.

La ilusión en Poniente cuando era inevitable la caída de los Targaryen no debió haber sido muy distinta a la que percibimos en muchos en estos días. Pero, aunque resulte aburrido y menos épico, pongamos más énfasis en construir límites al poder que en buscar héroes. Mariano José de Larra dijo: ¡Dios nos libre de los héroes! Algo de cierto hay en ello.

*Colaborador de El Diario de Hoy.

@dolmedosanchez