Esa blanca figura en la ventana

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25 abril 2014

Era el domingo 20 de marzo de 2005. Me contaba entre la multitud que llenaba la Plaza de San Pedro para asistir a la celebración del Domingo de Ramos. Puntualmente, la procesión de sacerdotes entró en la Plaza. El cielo era de un azul mediterráneo, despejado. El sol brillaba y las personas asistían serenamente a la celebración presidida por el Cardenal Ruini. De vez en cuando, soplaba una ligera brisa que atemperaba el calor, y también de vez en cuando, los presentes dirigíamos la mirada a la ventana desde la que habitualmente, todos los domingos, hacía su aparición Juan Pablo II.

Era la primera Semana Santa, desde hacía 25 años, que el Papa no presidía las celebraciones litúrgicas. Sin embargo, su tácita persona estaba omnipresente.

El silencio del Santo Padre en los días de su enfermedad había sido mucho más elocuente que sus palabras. Su ejemplo, su vida, su mensaje coherente a lo largo de más de ochenta años, no dejó a nadie indiferente.

Cuando terminó la Misa y el celebrante estaba por impartir la bendición final, las pantallas gigantes de televisión, mostraron al Cardenal que, como todos, dirigía su mirada hacia las habitaciones pontificias. De pronto, la blanca figura del Papa apareció en la ventana. Se le veía tranquilo, sereno, concentrado. En su mano derecha agitaba una palma bendita y silenciosamente, pero de manera harto elocuente, nos impartió su bendición.

A mi lado había personas de todas partes del mundo. Las lágrimas acudieron a los ojos de muchos que, después de recibir en silencio reverente la bendición del Santo Padre, estallaron en aplausos cuando --después de unos minutos que a todos parecieron un segundo--, el Papa se retiró nuevamente a sus habitaciones.

Nos resistíamos a abandonar la Plaza. Todavía después de un par de horas, miles de peregrinos de todas partes del globo, asistentes a la XX Jornada Mundial de la Juventud, gritaban vivas al Papa, y cantaban: "Juan Pablo, amigo, estamos contigo", "Esta es, la juventud del Papa", "Se palpa, se siente, el Papa está presente"... De vez en cuando alguien gritaba un "Viva el Papa" que era coreado por los que ondeaban banderas, para mostrar al Papa su procedencia, pero también para hacerle saber que estábamos con él en los momentos duros de su enfermedad.

El 2 de abril supimos que había llegado lo inevitable: Juan Pablo II completó su carrera. Había luchado --y vencido-- la buena batalla. No solo había guardado la fe, también había transformado el mundo. Después de él muchas cosas ya no fueron iguales. Ni las personas íbamos a seguir siendo los mismos. Cada uno cambió a su manera al contacto con el Papa.

Ese día, la televisión nos mostró la Plaza de San Pedro abarrotada de fieles que rezaban esperando el desenlace de la larga y dolorosa agonía del pontífice. A su muerte la gente lloraba, rezaba. Sentía que se quedaban huérfanos. Días más tarde, el viernes de su funeral, las pancartas y el clamor popular de "santo súbito" se hicieron presentes.

Mañana será elevado a los altares: San Juan Pablo II, San Juan Pablo Magno. Un santo cercano, al que muchos pudimos ver también en las calles de San Salvador en alguna de sus dos visitas. Una muestra del amor que Dios tiene a los hombres, y una prueba de lo que la gracia puede hacer cuando el hombre responde a ella con generosidad.

Aquel 20 de marzo la figura blanca del Papa llenó la ventana al asomarse a la Plaza. Pero tengo el convencimiento de que su presencia seguirá llenando por muchos años el mundo entero, con la fuerza de su vida.

*Columnista de El Diario de Hoy.

carlos@mayora.org