Redescubrir a Dios

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21 marzo 2014

Reconozcamos el plagio. Tomo el nombre de este artículo de un excelente libro publicado hace medio siglo por Rafael García Bárcena, un cubano ejemplar que se propuso una tarea muy difícil en aquella Isla: «hacer» filosofía y teología en serio. Y lo tomo, porque eso exactamente es lo que está ocurriendo en el mundo académico: de pronto la idea de Dios, la convicción o la sospecha de que existe una inteligencia superior que gobierna el cosmos, vuelve a estar de moda en medio de una apasionada discusión.

El punto de partida del debate, no es nuevo: se trata de la vieja disputa entre «creacionistas» y «evolucionistas» que tuvo su inicio a partir de los papeles de Darwin. El tema parecía zanjado y ya casi nadie en el mundo defendía la lectura literal de la biblia y su afirmación de que la vida en el planeta tenía poco más de seis mil años. Los evolucionistas habían triunfado, y la tesis darwiniana, sujeta a retoques y refinamientos producidos por siglo y medio de investigaciones, parecía haberse impuesto definitivamente. La vida, pues, era el resultado de una azarosa combinación en la que coincidían el instinto a perpetuarse y reproducirse de todas las criaturas, los rasgos que mejor servían para esos fines, y el fenómeno impredecible de las mutaciones genéticas, creadoras a lo largo del tiempo, de mucho tiempo, del perfil de todo bicho viviente, incluidas la humilde ameba y la imponente Claudia Shiffer. Dios no tenía vela en esa procesión.

Hasta ahora. De pronto en la comunidad científica más reputada se alzan voces como la del bioquímico Dr. Michael J. Behe, quien, tras aplicar complejos programas de análisis matemático a la asombrosa complejidad de la célula, llega a una conclusión diferente: las estructuras celulares, con su abigarrada interdependencia, no pueden explicarse como resultado del azar. Por lo menos, no pueden explicarse desde las matemáticas. Debe existir una inteligencia superior que le da forma y sentido a la vida. Conclusión, por cierto, similar a la que llegara Newton a caballo de los siglos XVII y XVIII cuando formuló las leyes de gravitación universal: los astros, en efecto, se atraen con una fuerza proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa, pero detrás de esa elegante relación matemática tenía que haber un elemento capaz de haberla formulado. Para Newton, la ciencia, lejos de negar a Dios, lo confirmaba.

Eso es lo que ahora postula toda una organización americana, compuesta por numerosos científicos, cuyo acrónimo en inglés es IDEA: Intelligence Design and Evolution Awareness. La evolución no se puede poner en duda. Está ahí, confusamente exhibida por medio de fósiles, pero tras ella está la mano

trascendente de un Creador. Y eso es lo que en Michigan piden nueve congresistas a las juntas educativas que controlan la enseñanza: que junto a la teoría desnuda de la evolución se enseñe la hipótesis de los renovados «creacionistas». Dios, de acuerdo, no creó el mundo hace seis mil años. Pero creó el proceso evolutivo hace miles de millones de años.

Todavía hay más. Mientras los neocreacionistas hacían su propuesta en el terreno de la biología, un exitoso ensayista, Robert Wright, lo hacía en el de la historia con un libro extraordinariamente provocador, Nonzero, título difícilmente traducible al español, pero cuya esencia es la siguiente: la historia tiene un sentido y una dirección, y éstas se basan en la cooperación. La historia no es un cuento arbitrario contado por un loco, sino un largo camino cuyo rasgo básico, como sucede con la vida, es la complejidad creciente, producida por la urgencia de colaborar e innovar, y cuyo destino es la conquista de formas cada vez mejores de existencia colectiva. ¿Quién está tras ese diseño histórico? Tal vez una inteligencia superior. Me alegro. Cuando era un adolescente, y, como todos, tuve mi primera crisis religiosa basada en el choque entre la racionalidad y las creencias, leí a un jesuita francés que me resultó tremendamente persuasivo, y que, de alguna manera, resultaba capaz de tender un puente entre la razón y la fe.

Se llamaba Teilhard de Chardin y se trataba de un sabio paleontólogo a quien sus inmensos conocimientos de historia y antropología --fue uno de los descubridores del «hombre de Pekín-- lo llevaron a desarrollar la hipótesis de que la especie humana evolucionaba no sólo físicamente, sino también espiritual y socialmente en dirección de lo que él llamaba «el punto Omega». Un lugar de reunión situado más en el tiempo que en el espacio, en el que nos uniríamos al Creador, esa fuerza primigenia generadora de todo lo que existe, y en la que la noción del Bien cobraba su sentido cabal.

Inexplicablemente, la Iglesia Católica, en lugar de asumir los escritos de Chardin, los desautorizó, y éste, jesuita disciplinado al fin y al cabo, acató humildemente las decisiones de la institución a la que pertenecía, y se calló la boca para siempre. Poco después, inmerso todo Occidente en una atmósfera dominada por el materialismo dialéctico postulado por los marxistas, dejó de ser de buen gusto defender teorías generales sobre la naturaleza del hombre, especialmente si incluían una perspectiva trascendente en las que el concepto de Dios tuviera cabida. Eso es exactamente lo que hoy renace. El siglo XXI se inicia redescubriendo a Dios. O al menos debatiendo su existencia. Buen síntoma. (Firmas Press).