Sábado Santo, dolor y expectación

Hoy, como ya en otras ocasiones lo he manifestado, pienso en Jesús, solo en el sepulcro; su humanidad, destrozada por su martirio, cruel e injusto

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19 April 2019

Mis contemporáneos recordarán que, antiguamente, estas fechas eran anunciadas con gran devoción y decoro como “la Semana Santa”. Ahora, modernamente, para ser políticamente correctos y “no ofender a nadie” se promocionan como “vacaciones de verano”. Y bajo ese título, ofertas van y vienen de ropas —entre más escasas mejor—, licores — entre más abundantes mejor—, destinos turísticos —entre más baratos mejor—. Y, sí, en alguna página extraviada o en algún noticiero que tiene pereza en buscar otros temas, también se menciona de pasadita alguno que otro acto religioso. ¡Son otros tiempos!

A Dios gracias, infinidad de sacerdotes se preparan —y nos preparan— para que vivamos a conciencia el profundo significado del sacrificio llevado a cabo por Jesús, al ofrecerse a morir en la cruz en lugar de nosotros, que teníamos muy merecida esa muerte por nuestros pecados.

El Domingo de Ramos Jesús fue recibido triunfalmente por la misma multitud que ayer, Viernes Santo, pidió vociferante su muerte. Él, que jamás en su humanidad tuvo la menor falta, que fue generoso con todos, entregado, servicial, amable, que amó hasta el máximo sacrificio. Fue calumniado, desprestigiado, traicionado por uno de sus allegados. Su espíritu sufrió tanto que llegó a sudar gotas de sangre; fue apresado, azotado, condenado, coronado de espinas, cargado con una pesada cruz en la que, finalmente, fue clavado y dejado morir en una lenta y horrible agonía. Y, para asegurar su muerte, sus enemigos atravesaron su costado con una lanza. ¿Cómo, entonces, pretendemos nosotros que la vida nos sea risueña, no tener problemas, no ser juzgados injustamente, no ser traicionados, cuando Jesús mismo pasó por todo eso?

Debió de consolarle mucho la actitud del Buen Ladrón, a quien la tradición llama San Dimas. Porque quienes conocieron las enseñanzas y milagros de Jesús fueron quienes pidieron su crucifixión. San Dimas, en cambio, le conoció humillado, condenado como el peor de los criminales, pero creyó en Él, se compadeció, reconoció y se arrepintió de sus pecados y, en un acto supremo de fe, se ganó el cielo. ¡Cuánto debemos pedir que nuestra fe no vacile, que nunca nos invada la duda, que sigamos el ejemplo de San Dimas!

Hoy, como ya en otras ocasiones lo he manifestado, pienso en Jesús, solo en el sepulcro; su humanidad, destrozada por su martirio, cruel e injusto; su divinidad, expectante, para ser glorificada por el Padre y el Espíritu Santo. Mientras, la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, lacerada por su infinito dolor.

Y pienso y me conmuevo con Ella, la Madre sufriente. La Madre humana, humilde, sencilla, común y corriente, entregada hasta el sacrificio, como cualquier otra madre. Ella, quien sumisa a la Voluntad Divina, aceptó la misión más excelsa y dolorosa del universo: es en María que, tomando su carne y sangre, Dios se encarnó e hizo hombre. Y fue Ella quien prodigó a su Hijo amor y cuidados desde el pesebre, hasta la cruz. Hoy, en medio de su inenarrable dolor, Ella nos da nuevamente su vivificante ejemplo: no se quiebra, no duda, fortalece su fe, aumenta su esperanza y multiplica su amor.

El Sábado Santo, más que ningún otro sábado, es para mí el día de la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Abracémosla, esperando muy junto a Ella el milagro de la Resurrección.

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