Los amigos del poder

Los últimos días de Rosas nos recuerdan que los amigos en el poder sí son amigos, pero nunca nuestros. Son los amigos del poder.

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09 April 2019

Era el año 1851. Juan Manuel de Rosas llevaba casi veinte años controlando a la confederación con puño de hierro. Bastante sangre había derramado para, finalmente, domesticar al pueblo argentino. Ese era el momento en que menos se preveía la traición que le derrocaría.

Justo José de Urquiza era el gobernador de la provincia de Entre Ríos. Un hombre de Rosas. Pero el 1 de mayo de ese año se rebeló contra el caudillo. Su aliado fue el Imperio de Brasil.

El desfile militar del 9 de julio fue encabezado por Rosas. El dictador recorrió Buenos Aires gritando “¡Viva la Confederación Argentina! ¡Muera el loco traidor salvaje unitario Urquiza!”. El pueblo, dócil, le vitoreaba.

El historiador británico John Lynch describe así el ambiente: “Los diputados se lanzaron a una orgía de rosismo, haciendo de sus discursos una antología de lenguaje político contemporáneo en alabanza de Rosas y censura de sus enemigos. Estos sentimientos se repetían en las calles, teatros y demostraciones de toda clase; los gobernadores, diputados provinciales, oficiales del ejército, funcionarios, magistrados, clérigos, todos declaraban su lealtad a Rosas, y el odio a Urquiza y a los brasileños”.

El 15 de septiembre se celebró una sesión en la Sala de Representantes, el remedo de órgano legislativo de la dictadura. El sacerdote Esteban Moreno era diputado. Ese día así finalizó su discurso: “Yo tengo un especial deber que llenar, una obligación particular; yo debo dar a mis compatriotas el ejemplo en una ocasión como ésta en que todos somos militares, hasta los que vestimos este hábito. Y soy como el perro, que cuanto más viejo es más fiel (…) Sí señores, y llevaré mi espada, yo me colocaré al lado del Gran Rosas, y cumpliré sus órdenes, seré su escudero, y si viese que una lanza se dirige contra su pecho, seré entonces su escudo, y presentaré mi pecho para recibir en él el golpe… ¿Qué importa mi vida?”.

El 3 de febrero de 1852 Rosas encabezaba sus tropas contra el ejército de Urquiza. La Batalla de Caseros comenzó a las siete de la mañana, y a las tres de la tarde Rosas huía disfrazado. Escribió su renuncia en un par de líneas, y apenas tuvo tiempo para, bajo la protección de un diplomático inglés, abordar el barco que le llevaría a su exilió a Gran Bretaña.

El padre Moreno ni se asomó a la batalla. Lejos quedó su discurso servil en el que aseveraba que daría la vida por su mesías. Todos aquellos leales a Rosas se esfumaron no solo en la batalla, sino en los años posteriores. ¿Dónde estaban los amigos de Rosas?

Lynch escribió: “Esta fue su mayor mortificación, ver que tantos antiguos amigos y protegidos no solo eran incapaces de resistir a la persecución, sino que voluntariamente lo traicionaban; al patrón que los había ayudado para mejorar sus fortunas y su situación”.

Veinte años duró su dictadura, y veinticinco su exilio en Southampton. Aquel hombre todopoderoso murió solo, lejos y ninguneado. “El mayor tormento es quedar solo y extranjero en medio de generaciones que lo desconocen”, describe Lynch.

Más de siglo y medio ha pasado y aquí estamos muy lejos La Pampa. Pero en los próximos meses veremos a unos cuantos Rosas cayendo en la desgracia y a unos muchos más Esteban Morenos repudiando a sus antiguos patronos y lisonjeando a los nuevos. Nada nuevo hay bajo el sol. Así es la naturaleza humana.

Los últimos días de Rosas nos recuerdan que los amigos en el poder sí son amigos, pero nunca nuestros. Son los amigos del poder.

Abogado.

@dolmedosanchez