Deserción en escuela de Mejicanos, tras asesinatos de hermanos

Uno cursaba 8 º grado y el otro trabajaba. Ambos fueron acribillados; unos 15 alumnos dejaron la escuela

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Por Diana Escalante/Oscar Iraheta

11 November 2017

Una madre soltera, a quien la violencia causada por las pandillas le arrebató a sus dos hijos, ha convertido la sala de la casa que alquila en una especie de altar donde puede contemplar las fotografías de Carlos Javier, de 15 años, y Bryan Alberto, de 18, ambos de apellidos Medrano Martínez. Esos retratos son de los pocos recuerdos tangibles que conserva de ellos.

El adolescente cursaba octavo grado en la escuela San Mauricio, del cantón San Ramón, en Mejicanos. Su hermano trabajaba en una panadería, desde hacía dos años, y tenía menos de un mes de haberse convertido en papá.

Ambos fueron asesinados en esa misma zona, la noche del 29 de julio pasado, cuando iban a comprar a una tienda cercana al mesón donde habitaban hacía muchos años.

Los testigos relataron que varios sujetos a bordo de un vehículo color oscuro les dispararon a los dos jóvenes cuando caminaban por la Calle Barcelona. En casa los esperaban para la cena su madre, de 39 años, su hermana, de 12, así como la cónyuge y la bebé de Bryan Alberto.

La muerte violenta de los Medrano no solo causó dolor a sus familiares y amigos; también provocó una convulsión en la escuela a la que asistía Carlos Javier, pues el temor hizo que entre 10 y 15 compañeros (casi la mitad de l a clase) desertaran de la institución, dicen los dolientes.

Estos adolescentes son de los 17 mil escolares que este año, según las estadísticas del Ministerio de Educación, dejaron la escuela por diferentes razones, entre ellas la violencia, la inseguridad o las amenazas directas de las pandillas.

PNC recibió denuncias de acosos contra alumnos

El miedo que llevó a los compañeros de Carlos Javier a abandonar la institución no era infundado. Algunos padres de familia relatan que entre la comunidad educativa y algunos lugareños se sospechaba que uno de los homicidas de los hermanos era Josué Iván Luna Quintanilla, de 19 años.

Él también estaba inscrito en la escuela y desde hacía varios meses, sin motivo aparente, se había dedicado a acosar y a amenazar a varios de sus compañeros.

Luna -quien desde inicios de octubre está en prisión por el asesinato de los dos hermanos- se había hecho pandillero y habría encontrado en la intimidación a sus compañeros una forma de hacerse temer y sentirse popular, según las investigaciones de las autoridades.

Los acosos contra los alumnos ya no solo eran verbales, sino que pasaron a las amenazas por teléfono y a las agresiones físicas.

Una de las víctimas fue Carlos Javier, quien le contó a su hermano (al que veía como su protector y consejero) que Josué lo molestaba, pese a que él hacía lo posible por ignorarlo.

Una de las suposiciones del estudiante era que Luna sentía resentimiento contra él porque se llevaba bien con algunas compañeras a quienes el supuesto homicida pretendía pero ellas lo rechazaban.

“Ese muchacho (Luna) era problemático en la escuela. Javier me decía que ya no quería ir a estudiar ahí y yo le explicaba que por la situación económica no podía matricularlo en un colegio.

Llevarlo a otra escuela tampoco podía porque así como está el tiempo las pandillas les hacen algo porque llegan de otra zona”, cuenta resignada su mamá, quien es empleada de una institución pública.

Mientras que un grupo de padres acudió en vano a la Policía del cantón San Ramón para denunciar al hombre, Bryan Alberto fue con su hermano a buscar al agresor a la escuela para pedirle que cesara el acoso.  Pero lo que consiguió fue que terminaran involucrados en una pelea: tres hombres (entre ellos Josué) se fueron a a golpes contra él; y uno más hizo lo mismo con su pariente.

Ese hecho obligó a los progenitores de la mayoría de afectados a buscar a las autoridades de la escuela para que ayudaran a resolver el problema. Según la madre de los hermanos, unos policías llegaron a esa reunión e hicieron firmar al estudiante un acta en la que se comprometía a dejar de intimidar a sus compañeros.

“Uno de los policías hasta le dijo a ese muchacho que debía ser consciente de que si a este grupo de niños le pasaba algo, el primer sospechoso iba a ser él”, recuerda la mujer.

Luna no cumplió y continuó molestando a los estudiantes, menos a Carlos Javier. Su madre presume que no lo hacía para no levantar sospechas sobre el plan que tenía en mente: asesinarlo junto con su hermano.

El doble asesinato fue cometido 20 días después de la pelea que Luna y otros hombres tuvieron con los Medrano.

Un futuro truncado y una familia desintegrada

La noche en que los dos hermanos fueron acribillados, decenas de personas se concentraron conmocionadas alrededor de la escena para solidarizarse con los dolientes.

Estaban convencidas de las que víctimas no eran problemáticas ni tenían vínculos con pandillas, por eso estaban desconcertadas por el trágico final que tuvieron.

Entre esa gente había representantes de la Asociación Nuevo Amanecer de El Salvador (Anades), una organización no gubernamental financiada por países europeos. Esta se dedica al desarrollo de la niñez y la adolescencia a través de proyectos de emprendedurismo y la integración a la comunidad a través de diferentes programas, entre ellos el de la prevención de la violencia.

Carlos Javier era parte de este colectivo desde hacía varios años. Su hermano era quien solía acompañarlo a los talleres y a las actividades lúdicas o artísticas que realizaban. Ahí aprendieron a tocar batucada y a veces obtenían algún ingreso de dinero cuando los contrataban para hacer una presentación.

Antes de eso, el menor de edad asistía a la Fundación Mágico González, que maneja una escuela de fútbol para niños de escasos recursos.

Los hermanos también eran integrantes de la pastoral juvenil de la iglesia Pórticos de San Ramón. El más pequeño era acólito y el mayor estaba a cargo de la liturgia.

La madre de los jóvenes cuenta que en Bryan Alberto ella encontraba la ayuda para sostener a la familia y para criar a sus dos hijos menores de edad. Desde hacía dos años él había aprendido a hacer pan y por ello recibía $35 semanales; la mitad de lo que ganaba se lo daba a ella para el alquiler de la pieza. Con el resto, el joven asumía la manutención de su hija recién nacida.

Como él se había ganado la confianza de su empleador, a veces solía llevar a Carlos Javier y a su hermana a la panadería para que también aprendieran el oficio.

Tras el asesinato de los hermanos, sus abuelos maternos -quienes subsistían de una tienda y una cantina- debieron emigrar de un día para otro porque también fueron amenazados por Luna.

La madre de los muchachos tuvo que cambiarse de domicilio, por lo que su hija menor perdió el año escolar; mientras que su nuera y su nieta debieron irse a vivir con la familia de la joven.

La señora ahora debe lidiar con la psicosis por el trauma de haber perdido a sus dos hijos y con la desintegración familiar que ese hecho causó.